Pablo Picasso y Julio González: esculpiendo ausencias

2022-10-08 02:24:30 By : Ms. jane wang

Pablo Picasso, 'Mujer en el jardín', 1930 (izqda.) y Julio González, 'Mujer peinándose I', 1931 (dcha.)

Ana Echeverría Arístegui

Años después de que el poeta Guillaume Apollinaire sucumbiera a la pandemia de gripe española, sus más fieles admiradores, reunidos en la Société des Amis d’Apollinaire, encargaron a Pablo Picasso un monumento para su tumba en el cementerio parisino de Père Lachaise. 

No eligieron al pintor malagueño por casualidad. Por entonces, Picasso, de cuarenta y seis años, era ya una figura consagrada. Dos décadas después de dejar pasmado al mundo con la osadía geométrica de Les demoiselles d’Avignon, seguía experimentando con formas y materiales. 

Además, tenía mucho en común con Apollinaire. Ambos fueron auténticas fuerzas de la naturaleza, dos personalidades arrolladoras que impulsaron algunas de las más atrevidas innovaciones de las vanguardias. Los caligramas de Apollinaire pueden considerarse la vertiente literaria del cubismo, tal vez el movimiento artístico más influyente de principios del siglo XX, iniciado por Picasso. 

Ambiciosos, inquietos, irreverentes, provocadores, prolíficos, en vida les había unido una estrecha amistad, no exenta de altibajos, como cuando compartieron el banquillo de los acusados. En 1911, la policía los interrogó como principales sospechosos del robo de la Gioconda. 

Ni Apollinaire ni Picasso tenían nada que ver con ello, pero resultó que el primero sí había vendido al segundo unas figuras ibéricas sustraídas del Louvre por un contacto suyo, un belga llamado Géry Pieret. Como un san Pedro moderno, Picasso llegó al extremo de negar cualquier relación con Apollinaire, pero este, a la larga, no se lo tuvo en cuenta.

Guillaume Apollinaire hacia 1909 en París

A las puertas del décimo aniversario de la muerte de su amigo, y decidido a diseñar un monumento en su honor, Picasso, en vez de trabajar a solas, recabó la ayuda de otro colega: el escultor catalán Julio González. La dinámica entre ambos centra la exposición “Julio González, Pablo Picasso y la desmaterialización de la escultura”, que puede visitarse hasta el próximo 8 de enero en la Sala Recoletos de Fundación MAPFRE, en Madrid.

Picasso, menos experimentado en escultura que en pintura o collage, pidió a González que materializara sus bocetos y aprovechó para aprender de él nuevas técnicas de manejo del metal, como la soldadura autógena. Compartieron unas quince o veinte sesiones de trabajo, espaciadas entre 1928 y 1932. 

Picasso halló inspiración en un pasaje de El poeta asesinado, una de las novelas de Apollinaire, donde este predecía su propia muerte y un personaje llamado “el pájaro de Benín”, trasunto del propio Picasso, prometía lo siguiente: “Pues yo le haré una escultura, una escultura de nada, de vacío, de aire”. Todo un reto que el malagueño resolvió creando una grácil y angulosa estructura de alambre, que tituló Figura: proyecto para un monumento a Guillaume Apollinaire. 

Pablo Picasso, 'Figura: proyecto para un monumento a Guillaume Apollinaire', 1928

González le dio forma en su taller hasta materializar cuatro versiones distintas, pero el comité rechazó la propuesta. El dúo siguió trabajando el metal y subió la apuesta con Mujer en el jardín, un innovador ensamblaje en tres dimensiones que evoca una esbelta esfinge de cabello ondulante junto a dos flores de largo tallo. Todo en esta obra es aéreo, casi transparente.

Se inauguraba así una nueva tradición, la de la escultura en hierro, predominante en el arte de vanguardia del siglo XX. Pero la verdadera innovación, más allá de la elección de un material poco o nada usado hasta entonces, fue la capacidad de esculpir el aire, el hallazgo irrepetible de incorporar el vacío a una composición escultórica. Picasso y González abrieron un camino casi inexplorado, que despojaría a la escultura de su robustez y jugaría con la percepción del espectador para sugerir, más que modelar, el volumen.

Sobre la colaboración de los dos artistas se ha escrito largamente, casi siempre con el ánimo de establecer récords. ¿Quién guio a quién en esta aventura artística? ¿Quién fue el primero en proponer la escultura en hierro? ¿Quién sentó las bases del nuevo lenguaje? 

Julio González, 'Hombre Cactus I', 1939

La exposición de Fundación MAPFRE es también la crónica de otra ausencia, la de su comisario, Tomàs Llorens, fallecido en junio de 2021. Exdirector del IVAM y del Reina Sofía, antiguo conservador jefe del Thyssen y experto en la obra de Julio González, Llorens no tuvo tiempo de redactar el ensayo con el que pretendía dar respuesta a estas preguntas, pero su hijo Boye ha reunido anotaciones, artículos previos y conferencias donde el experto nos invita a renunciar a historiografías de medallero. El arte suele surgir de una telaraña de influencias mutuas, y este caso no es una excepción.

Para empezar, ni Picasso ni González trabajan aislados del mundo. La preocupación por la transparencia estaba ya muy presente en la obra de otros artistas de su entorno, como Brancusi y Joaquín Torres-García, o los pintores puristas Albert Gleizes y Amédée Ozenfant. 

Pablo Picasso, 'Cabeza de mujer', 1931-1932, Musée National Picasso-Paris

Por otra parte, la colaboración enriqueció la obra de ambos. Picasso adquirió nuevas habilidades metalúrgicas que le permitirían desarrollar esculturas más ambiciosas y de mayor formato que sus tanteos anteriores con el género. Y en lo que respecta a González, es indudable que el encuentro con Picasso representó un impulso determinante en su carrera, incitándole a explorar nuevas vías de creación.

No se puede afirmar, sin embargo, que el catalán imitase al malagueño. Pese a algunos puntos en común, como la búsqueda de la ligereza o la negativa a militar en un movimiento artístico concreto, sus esculturas en hierro son radicalmente distintas.

Las de Picasso nacen de una suma de elementos que terminan encajando en un imaginativo despliegue de armonías inesperadas. Coqueteando con el surrealismo, el malagueño incorpora a sus obras materiales de desecho e incluso objetos cotidianos: un colador, el sillín de una bicicleta. 

González, en cambio, parte siempre de figuras y gestos que va simplificando hasta rozar la abstracción. Sus esculturas no suman, restan, en un asombroso esfuerzo de síntesis, con la línea y la luz como protagonistas. 

Julio González, 'El beso I', 1930. Staatsgalerie Stuttgart

González traza etéreas siluetas que llama “dibujos en el espacio”, donde el aire es un elemento más. Corresponde al espectador completar en su mente aquello que el artista ha omitido: el volumen de una cabeza, el seno apenas insinuado de una mujer, medio rostro iluminado por el sol. El catalán es un virtuoso de la luz: trabaja las superficies con acabados pulidos o rugosos, que crean efectos lumínicos similares a los de un cuadro, como en El beso I (1930).

El estallido de la Guerra Civil volverá a hacer coincidir a Picasso y González, esta vez en el Pabellón de la República erigido en la Exposición Internacional de 1937. 

Pablo Picasso, 'Madre con niño muerto (II). Proscripto de “Guernica”', 1937, en el MNCARS

Sus obras de guerra son un dolor de muelas para algunos críticos, empeñados en relatar una evolución lineal hacia la abstracción, con el cubismo como punto de partida. La realidad no fue tan nítida. Ante la devastación de la guerra, ambos compaginan los experimentos formales con una figuración mucho más realista, heredera de sus respectivas etapas modernistas, de los tiempos en que frecuentaban la taberna barcelonesa Els Quatre Gats. 

La fragilidad, el grito, el dolor y el terror adoptan toda clase de formas, priorizando la expresividad y la empatía. Los genios no entienden de fórmulas.

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