De las mellas de la Reina Virgen a la dentadura postiza de Washington

2022-10-08 02:23:06 By : Ms. ZFG auto parts Service

La reina Isabel I de Inglaterra y el presidente estadounidense George Washington compartían problemas odontológicos

Podría decirse que, antes del siglo XX, la odontología era más un método de tortura que cualquier otra cosa. Basta fijarse en el rostro que luce el presidente George Washington en cualquier billete de un dólar, donde aparece desencajado, literalmente, por el esfuerzo de sostener la dentadura postiza que llevaba en la boca. Aunque, para célebre, el gesto de Lisa Gherardini, la mujer que muy probablemente Leonardo da Vinci retrató en La Gioconda.

Más de un especialista sostiene que el dichoso gesto de la joven, que tanto ha dado que hablar, es en realidad un intento de evitar que el pintor se fijara en una posible caries o la falta de algún diente. Aun así, aquello le confirió una sonrisa muy sugerente, no como la de la reina Isabel I de Inglaterra, que acostumbraba a disimular las oquedades de su dentadura con pedazos de tela.

Aunque no parece una gran solución, a juzgar por lo que dijo un embajador de Enrique IV de Francia (1553-1610), era mejor lucir aquel pegote que su verdadera dentadura: “Sus dientes son muy amarillos y desiguales (…). Muchos de ellos faltan, por lo que a uno le cuesta entenderla cuando habla deprisa”, dijo el diplomático.

Más que lo primitivo de los implantes y las dentaduras, que desde época medieval eran feudo de los barberos, el problema en el siglo XVI era la falta de higiene bucal. De hecho, esta afirmación vale para toda la historia de la humanidad hasta el siglo XIX, cuando el norteamericano Willoughby D. Miller descubrió las bases microbiológicas de la caries.

A falta de profilaxis, hasta ese momento, la historia de la ortodoncia es la de los variopintos implantes que se improvisaron. Algunos de hueso, y otros de marfil, eran por lo general muy incómodos y a la larga bastante pestilentes. Además, una mala solución para las enfermedades bucales, a veces tan dolorosas que obligaban a los pacientes a tomar opio regularmente.

Una historia, por otro lado, que puede estirarse todo lo que uno quiera. Los egipcios ya usaban piedras preciosas a modo de implantes. Antes aún, en el norte de Italia, se han encontrado restos de un molar que fue operado para eliminar una caries hace 14.000 años. En lo que respecta a las dentaduras, ya en 700 a. C., los etruscos usaban alambres con incrustaciones de dientes de animal a modo de implantes.

Sin embargo, en el terreno de lo teórico, no fue hasta la Grecia clásica cuando se empezó a aplicar el racionalismo científico al cuidado de la salud. Para empezar, poniendo el conocimiento por escrito y estableciendo hipótesis. De esa época son las recetas de Hipócrates (c. 460 a. C.- c. 370 a. C.), el padre de la medicina, que prescribía el uso de alambres calientes para retirar el sarro o la placa. A su vez, también describió ungüentos esterilizantes para aliviar el dolor en las extracciones y la ligazón de dientes maltrechos con alambres.

Con el paso de los años, si ese corpus teórico no se perdió fue gracias a los conventos medievales y luego a las universidades, que empezaron a aparecer en el siglo XII. Una medicina, no obstante, que se estudiaba desde una aproximación muy teórica y que dejaba al margen la práctica clínica.

De hecho, era tal el desdén por lo mecánico que los que operaban dientes eran, en realidad, los barberos. No solo eso, pues también hacían amputaciones, sangrías (extracción de sangre con fines terapéuticos) y enemas e incluso realizaban operaciones de cataratas. ¿Por qué ellos? Sencillamente, porque eran los más diestros en el manejo de las cuchillas.

En lo que se refiere a los dientes, desde 1557 contaron además con el primer manual de odontología conocido en España. Lo escribió Francisco Martínez de Castrillo (c. 1520-1585), que compendió toda la medicina occidental, desde Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.) hasta la escuela hipocrática medieval.

Escrita mediante el género del diálogo, como hacían los griegos, su obra es doblemente interesante, pues apareció cuando, de la mano del Renacimiento, se redescubría el saber clásico. No de manera acrítica, sino corrigiendo y reinterpretando todo lo que discrepara con lo que la experiencia clínica demostraba. En el caso de Castrillo, no fue una experiencia menor, pues fue el dentista, asumiendo que ya fuera una especialidad, de Felipe II.

Porque, si alguien no tenía que recurrir a los barberos-cirujanos eran los reyes, los únicos que podían ponerse en manos de un especialista. Al menos hasta el siglo XVIII, cuando el dentista francés Pierre Fauchard (1678-1761), entre otros, puso la primera piedra para especializar el cuidado de la boca en la figura del cirujano, dejando definitivamente al margen a los barberos. El momento le acompañaba. En el Siglo de las Luces, ahora el método científico imponía someter las hipótesis a la experiencia.

La suya la obtuvo en sus años en la Marina Real, donde vio de primera mano los efectos devastadores del escorbuto, una enfermedad muy habitual entre la gente de mar y causada por la falta de vitamina C. Al no poder ingerir fruta u hortalizas frescas, muchos regresaban a puerto con encías sangrantes, gingivitis o, literalmente, sin un diente.

Así, advirtió una carencia grave en la odontología de su época: la falta de prevención. Más que arrancar los dientes una vez ya podridos, Fauchard se dedicó a inventar todo tipo de artilugios para tratar, por ejemplo, la caries. También fue pionero en los empastes, al darse cuenta de que taponando el orificio podía rehabilitar el diente.

De lo que no fue capaz fue de encontrar un remedio para el que no tenía dientes, más allá de las rudimentarias técnicas que ya se venían usando desde hacía milenios. Al menos, un colega suyo solucionó un problema endémico de las dentaduras postizas: que olían muy mal. Nada extraño teniendo en cuenta que la mayoría de ellas estaban hechas de huesos o de marfil, que se podrían por la acción de la saliva.

En El gran libro de la historia de las cosas (2009), Pancracio Celdrán Gomáriz cuenta la curiosa costumbre del presidente Washington, que, asqueado por el hedor de su dentadura, cada noche la sumergía en vino de Oporto. Afortunadamente, en 1792 el francés Dubois de Chémant (1753-1824) creó la primera dentadura de porcelana.

No obstante, si Fauchard sentó las bases, el que inauguró la era de la profilaxis fue Willoughby D. Miller, de quien hablábamos al inicio de este artículo. Después de que Louis Pasteur (1822-1895) diera el pistoletazo de salida a la microbiología médica, Miller siguió descubriendo la etiología (la causa) de la caries.

Ahora que la ciencia ya había demostrado que los restos de comida alimentan las bacterias que causan esta enfermedad, podría suponerse que la higiene diaria se asentó rápidamente, pero no fue así. Como explica el especialista en salud pública Harold D. Sgan-Cohen, que estudió el caso, todavía en los años cincuenta del siglo XX había médicos que no recomendaban el lavado diario en niños.

Simultáneamente, con respecto a los implantes, el último gran avance se produjo a mitad del siglo XX, cuando Per-Ingvar Brånemark (1929-2014) acuñó el término oseointegración. Este médico sueco no fue el descubridor del concepto, pero sí quien, además del nombre, dio al proceso el impulso definitivo.

Sucedió mientras investigaba con conejos en la universidad de Lund (Suecia), y descubrió que no podía retirar las piezas de titanio que había insertado en los huesos de los animales. No podía porque, al oxidarse, el titanio queda recubierto por una capa de óxido de titanio, uno de los pocos materiales que no producen rechazo por parte de un hueso vivo, cuyo mecanismo de defensa, por otra parte, es expulsar cualquier objeto ajeno.

A partir de ahí, pronto se empezó a usar este principio para hacer implantes dentales duraderos. Un remedio, en fin, que no hubiera venido nada mal al pobre Washington.

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